MICHEL FOUCAULT MICROFISICA DEL
PODER Extractos
Lo que he intentado analizar hasta
ahora, grosso modo, desde 1970- 71, ha sido el cómo del poder; he
procurado captar sus mecanismos entre dos puntos de relación, dos límites: por
un lado, las reglas del derecho que delimitan formalmente el poder, por
otro, los efectos de verdad que este poder produce, transmite y que a su
vez reproducen ese poder. Un triángulo pues: poder, derecho, verdad.
Podemos decir esquemáticamente que
la pregunta tradicional de la filosofía política podría formularse en estos
términos: ¿cómo puede el discurso de la verdad, o simplemente la filosofía
entendida como discurso de la verdad por excelencia, fijar los límites de
derecho del poder? Esta es la pregunta tradicional. Yo querría más bien
formular otra, desde abajo, mucho más concreta que esa pregunta tradicional,
noble y filosófica. Mi problema sería más bien éste: «qué reglas de derecho
ponen en marcha las relaciones de poder para producir discursos de verdad?,
o bien, ¿qué tipo de poder es susceptible de producir discursos de verdad que
están, en una sociedad como la nuestra, dotados de efectos tan poderosos?
Quiero decir esto: en una sociedad como la nuestra, pero en el fondo en
cualquier sociedad, relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan,
constituyen el cuerpo social; y estas relaciones de poder no pueden
disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación,
una circulación, un funcionamiento del discurso.
No hay ejercicio de poder posible
sin una cierta economía de los discursos de verdad que funcionen en, y a partir
de esta pareja. Estamos sometidos a la producción de la verdad desde el poder y
no podemos ejercitar el poder más que a través de la producción de la verdad.
Esto es válido para todas las sociedades, pero creo que en la nuestra la
relación entre poder, derecho y verdad se organiza de un modo muy particular.
Para caracterizar no su propio mecanismo sino su intensidad y su constancia,
podría decir que estamos constreñidos a producir la verdad desde el poder que
la exige, que la necesita para funcionar: tenemos que decir la verdad; estamos
obligados o condenados a confesar la verdad o a encontrarla. El poder no cesa
de preguntarnos, de indagar, de registrar, institucionaliza la pesquisa de la
verdad, la profesionaliza, la recompensa. En el fondo, tenemos que producir
verdad igual que tenemos que producir riquezas. Por otro lado, también estamos
sometidos a la verdad en el sentido en que la verdad hace ley, elabora el
discurso verdadero que, al menos en parte, decide, transmite, empuja efectos de
poder. Después de todo somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a
competir, destinados a vivir de un cierto modo o a morir en función de
discursos verdaderos que conllevan efectos específicos de poder.
Por consiguiente, reglas de
derecho, mecanismos de poder, efectos de verdad, o también reglas de poder y
poder de los discursos verdaderos es más o menos el campo muy general que he
intentado recorrer, aun cuando, sé muy bien, de forma parcial y con muchos
zigzagueos. A propósito de este recorrido querría decir algunas cosas, sobre lo
que me ha guiado como principio general y sobre las consecuencias imperativas y
las precauciones metodológicas que he querido tener.
Un principio general, en lo que
concierne a las relaciones entre derecho y poder: me parece que en las
sociedades occidentales, y desde la Edad Media, la elaboración del pensamiento
jurídico se ha desarrollado esencialmente alrededor del poder real. A
petición del poder real, en su provecho y para servirle de instrumento o de
justificación se ha construido el edificio jurídico de nuestras sociedades.
El derecho en Occidente es un derecho regido por el rey. Todos conocen el papel
célebre, famoso, insistentemente repetido de los juristas en la organización
del poder real. No hay que olvidar que la reactivación del Derecho Romano en el
siglo XII ha sido el gran fenómeno en torno al cual y a partir del que se ha
reconstituido el edificio jurídico que se disoció a la caída del Imperio
Romano; esta resurrección del Derecho Romano ha sido efectivamente uno de los
instrumentos técnicos y constitutivos del poder monárquico autoritario,
administrativo y en suma absolutista. Y cuando en siglos sucesivos este
edificio jurídico se escape al control real, cuando esté más estrechamente
volcado en contra suya, lo que se cuestionará son los límites de ese poder,
surgirá el interrogante acerca de sus prerrogativas. Dicho de otro modo, creo
que el personaje central de todo el edificio jurídico occidental es el rey.
Es esencialmente del rey, de sus derechos, de su poder, de los límites
eventuales del mismo de quien se trata en la organización general del sistema
jurídico occidental. Que los juristas hayan sido servidores del rey o hayan
sido sus adversarios, de todas maneras es siempre del poder real de lo que se
habla en esos grandes edificios del pensamiento y del saber jurídico.
…
Decir que la soberanía es el
problema central del derecho en las sociedades occidentales, quiere decir, en el
fondo, que el discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la
función de disolver en el interior del poder el hecho de la dominación para
hacer aparecer en su lugar dos cosas: por una parte, los derechos legítimos de
la soberanía y, por otra, la obligación legal de la obediencia. El sistema del
derecho está enteramente centrado en el rey, que enmascara por
consiguiente la dominación y sus consecuencias.
… por dominación no entiendo el
hecho macizo de una dominación global de uno sobre los otros, o de un grupo
sobre otro, sino las múltiples formas de dominación que pueden ejercerse en el
interior de la sociedad. Y por tanto, no el rey en su posición central sino los
sujetos en sus relaciones recíprocas; no la soberanía en su edificio
específico, sino los múltiples sometimientos, las múltiples sujeciones, las
múltiples obligaciones que tienen lugar y funcionan dentro del cuerpo social.
El sistema de derecho, el campo
judicial, son los trámites permanentes de relaciones de dominación, de técnicas
de sometimiento polimorfas. El derecho visto no desde el lado de la legitimidad
que se instaura, sino desde el de los procedimientos de sometimiento que pone
en marcha.
…no se trata de analizar las
formas reguladas y legitimadas del poder en su centro, en lo que pueden ser sus
mecanismos generales y sus efectos constantes. Se trata, por el contrario, de
coger al poder en sus extremidades, en sus confines últimos, allí donde
se vuelve capilar, de asirlo en sus formas e instituciones más
regionales, más locales, sobre todo allí donde, saltando por encima de las
reglas de derecho que lo organizan y lo delimitan, se extiende más allá de
ellas, se inviste en instituciones, adopta la forma de técnicas y proporciona
instrumentos de intervención material, eventualmente incluso violentos. Un
ejemplo: antes de intentar saber dónde y cómo el derecho de castigar se funda
en la soberanía, tal como aparece en la teoría del derecho monárquico o en la
del derecho democrático, he intentado ver cómo de hecho el castigo y el poder
de castigar tomaban forma en un cierto número de instituciones locales,
regionales, materiales, ya sea el suplicio o el encierro carcelario, y esto en
el ámbito a la vez institucional, físico, reglamentario y violento de los
aparatos de castigo. En otros términos, asir siempre al poder en los límites
menos jurídicos de su ejercicio.
Como segunda precaución de método,
se trataba de no analizar el poder en el terreno de la intención o de la
decisión, ni de cogerlo por su cara interna, ni de hacer esta pregunta
laberíntica e irresoluble: «¿Quién detenta el poder y qué intención tiene? o
¿qué busca el que detenta el poder?». Se trataba más bien de estudiar el poder
allí donde su intención, si tiene una intención, está totalmente investida
en el interior de prácticas reales y efectivas, y en su cara externa, allí
donde está en relación directa e inmediata con lo que provisionalmente podemos
llamar su objeto, su blanco, su campo de aplicación, allí donde se implanta
y produce efectos reales.
No preguntarse, pues, por qué
algunos quieren dominar, qué buscan, cuál es su estrategia de conjunto; sino
cómo funcionan las cosas al nivel del proceso de sometimiento, o en aquellos
procesos continuos e ininterrumpidos que someten los cuerpos, guían los gestos,
rigen los comportamientos, etc. En otras palabras, antes de preguntarse cómo
aparece el soberano en lo alto, intentar saber cómo se han, poco a poco,
progresivamente, realmente, materialmente constituido los sujetos, a partir
de la multiplicidad de los cuerpos, de las fuerzas, de las energías, de las
materialidades, de los deseos, de los pensamientos, etc.
Asir la instancia material
del sometimiento en tanto que constitución de los sujetos. Sería exactamente lo
contrario de lo que Hobbes quiso hacer en el Leviatan, y en el fondo, creo, de
lo que hacen todos los juristas, para los que el problema es saber cómo, a
partir de la multiplicidad de los individuos y de las voluntades, puede
formarse una voluntad única, o mejor, un cuerpo único, accionado por un alma que
sería la soberanía. Recordad el esquema del Leviatan: en tanto que hombre
fabricado, el Leviatan no es más que la coagulación de un cierto número de
individualidades separadas que se encuentran ensambladas por un conjunto de
elementos constitutivos del Estado; pero en el corazón del Estado, o mejor en
su cabeza, existe algo que lo constituye como tal, y este algo es la soberanía
de la que Hobbes dice precisamente que es el alma de Leviatan. Pues bien, más
que plantear este problema del alma central, creo que haría falta estudiar los
cuerpos periféricos y múltiples, esos cuerpos constituidos por los efectos del
poder a semejanza de sujetos.
Tercera precaución de método: no
considerar el poder como un fenómeno de
dominación masiva y homogénea de un individuo sobre los otros, de un grupo
sobre los otros, de una clase sobre las otras; sino tener bien presente que el
poder, si no se lo contempla desde demasiado lejos, no es algo dividido entre
los que lo poseen, los que lo detentan exclusivamente y los que no lo tienen y
lo soportan. El poder tiene que ser analizado como algo que circula, o
más bien, como algo que no funciona sino en cadena. No está nunca
localizado aquí o allí, no está nunca en las manos de algunos, no es un
atributo como la riqueza o un bien. El poder funciona, se ejercita a través de
una organización reticular.
Y en sus redes no sólo circulan
los individuos, sino que además están siempre en situación de sufrir o de
ejercitar ese poder, no son nunca el blanco inerte o consintiente del poder ni
son siempre los elementos de conexión. En otros términos, el poder transita
transversalmente, no está quieto en los individuos.
No se trata de concebir al
individuo como una especie de núcleo elemental, átomo primitivo, materia
múltiple e inerte sobre la que se aplicaría o en contra de la que golpearía el
poder. En la práctica, lo que hace que un cuerpo, unos gestos, unos discursos,
unos deseos sean identificados y constituidos como individuos, es en sí uno de
los primeros efectos del poder, El individuo no es el vis-a-vis del
poder; es, pienso, uno de sus primeros efectos. El individuo es un efecto
del poder, y al mismo tiempo, o justamente en la medida en que es un
efecto, el elemento de conexión. El poder circula a través del individuo
que ha constituido.
Cuarta consecuencia, a nivel de
las precauciones de método; cuando digo que el poder se libera, circula, forma
redes, es verdad sólo hasta cierto punto. Del mismo modo que se puede decir que
todos tenemos algo de fascismo en la cabeza, se puede decir que todos tenemos
algo, y más profundamente, de poder en el cuerpo. Pero no creo que se pueda
concluir que el poder es la cosa mejor distribuida del mundo, si bien lo sea en
cierta medida. No se trata de una especie de distribución democrática o
anárquica del poder a través de los cuerpos. Me parece que —y ésta sería la
cuarta precaución de método— lo importante no es hacer una especie de deducción
de un poder que arrancaría del centro e intentar ver hasta dónde se prolonga,
hacia abajo, ni en qué medida se reproduce, hasta los elementos más moleculares
de la sociedad. Más bien se debe hacer un análisis ascendente del poder,
arrancar de los mecanismos infinitesimales, que tienen su propia
historia, su propio trayecto, su propia técnica y táctica, y ver después cómo
estos mecanismos de poder han sido y todavía están investidos, colonizados,
utilizados, doblegados, transformados, desplazados, extendidos, etc., por
mecanismos más generales y por formas de dominación global. No es la dominación
global la que se pluraliza y repercute hacia abajo; pienso que hay que analizar
la manera cómo los fenómenos, las técnicas, los procedimientos de poder
funcionan en los niveles más bajos, mostrar cómo estos procedimientos se
desplazan, se extienden, se modifican, pero sobre todo cómo son investidos y
anexionados por fenómenos más globales y cómo poderes más generales o
beneficios económicos pueden insertarse en el juego de estas tecnologías al
mismo tiempo relativamente autónomas e infinitesimales del poder. Se puede dar
un ejemplo en relación a la locura para que esto quede más claro. El análisis
descendente, del que pienso se debe desconfiar, podría decir que la burguesía
se ha vuelto, a partir de finales del siglo XVI XVII, la clase dominante;
supuesto esto, ¿cómo deducir de aquí el encierro de los locos? La deducción se
puede hacer siempre, es fácil, y es justamente esto lo que le reprocharía; en
efecto, es fácil mostrar que, siendo precisamente el loco un inútil para la
producción industrial, la burguesía se vio obligada a deshacerse de él. Se
podría hacer lo mismo respecto a la sexualidad infantil, y es por otra parte lo
que han hecho hasta cierto punto determinadas personas, por ejemplo, W. Reich.
¿Cómo se puede comprender la
represión de la sexualidad infantil a partir de la dominación de la clase
burguesa? Pues bien, muy simplemente, habiéndose vuelto el cuerpo humano
esencialmente fuerza productiva a partir del siglo XVII-XVIII, todas las formas
de dispendio que eran irreductibles a la constitución de las fuerzas productivas,
manifestándose por consiguiente en su inutilidad, fueron vedadas, excluidas,
reprimidas.
Estas deducciones son siempre
posibles, son al mismo tiempo verdaderas y falsas, son demasiado fáciles ya que
se podría hacer justamente lo contrarío y mostrar cómo, partiendo del principio
de que la burguesía llega a ser una clase dominante, los controles de la
sexualidad no eran absolutamente deseables. Por el contrario, habría la
necesidad de un aprendizaje sexual, de una precocidad sexual, en la medida en que
en último término se trataba de reconstituir una fuerza-trabajo, cuyo estatuto
óptimo era, como sabemos, por lo menos a principios del siglo XIX, el de ser
infinita: cuanto mayor fuese la fuerza-trabajo, tanto más plenamente y mejor
hubiese podido funcionar el sistema de producción capitalista.
Creo que puede deducirse cualquier
cosa del fenómeno general de la dominación burguesa. Pienso que hay que hacer
lo contrario, es decir, ver cómo históricamente, partiendo desde abajo han
podido funcionar los mecanismos de control; y en cuanto a la exclusión de
la locura por ejemplo, o a la represión y a la prohibición de la sexualidad
infantil, ver cómo, al nivel real de la familia, del entorno inmediato, de las
células, de los puntos más pequeños de la sociedad, estos fenómenos de
represión o de exclusión se han instrumentado, tuvieron su lógica, han
respondido a un determinado número de necesidades; mostrar cuáles han sido sus
agentes reales, no buscarlos en la burguesía en general, sino en los agentes
directos (que han podido ser el entorno inmediato, la familia, los padres, los
médicos, los pedagogos, etc.), y cómo estos mecanismos de poder, en un momento
dado, en una coyuntura precisa, y mediante un determinado número de
transformaciones, han empezado a volverse económicamente ventajosos y
políticamente útiles. Creo que de este modo se conseguiría demostrar que, en el
fondo, la burguesía ha necesitado, o el sistema ha encontrado su propio
interés, no en la exclusión de los locos o en la vigilancia y la prohibición de
la masturbación infantil (el sistema burgués puede tolerar perfectamente lo
contrario), sino más bien en la técnica y en el procedimiento mismo de la
exclusión. Son los instrumentos de exclusión, los aparatos de vigilancia, la
medicalización de la sexualidad, de la locura, de la delincuencia, toda esta
microfísica de! poder, la que ha tenido, a partir de un determinado momento, un
interés para la burguesía.
Más aún, podríamos decir, en la
medida en que esta noción de burguesía y de interés de la burguesía no tiene
verosímilmente un contenido real, al menos en relación a los problemas de que
nos ocupamos ahora, que no ha sido la burguesía la que ha pensado que la locura
debía ser excluida o reprimida la sexualidad infantil; más bien, los mecanismos
de exclusión de la locura, de vigilancia de la sexualidad infantil, llegado un
cierto momento y por razones que hay que estudiar, pusieron de manifiesto un
provecho económico, una utilidad política y, de golpe, se encontraron
naturalmente colonizados y sostenidos por mecanismos globales, por el sistema
del Estado; y es partiendo de estas técnicas de poder y mostrando sus
beneficios económicos o las utilidades políticas que de ellos se derivan, en un
contexto dado y por determinadas razones, como se puede comprender que de hecho
estos mecanismos terminen por formar parte del conjunto.
Para decirlo de otro modo, la
burguesía se burla completamente de los locos, pero los procedimientos de
exclusión de los locos han mostrado y liberado, a partir del siglo XIX y una
vez más sobre la base de ciertas transformaciones, un beneficio político, y
también eventualmente una cierta utilidad económica que han solidificado el
sistema y lo han hecho funcionar en su conjunto. La burguesía no se interesa
por los locos, se interesa por el poder, no se interesa por la sexualidad
infantil, sino por el sistema de poder que la controla; la burguesía se burla
completamente de los delincuentes, de su castigo o de su reinserción, que
económicamente no tienen mucha importancia, pero se interesa por el conjunto de
los mecanismos mediante los cuales el delincuente es controlado, seguido,
castigado, reformado, etc.
En cuanto a la quinta precaución,
es muy posible que las grandes máquinas de poder estuviesen acompañadas de
producciones ideológicas, existió probablemente, por ejemplo, una ideología de
la educación, una ideología del poder monárquico, una ideología de la
democracia parlamentaria, etc., pero en el fondo no creo que lo que se formen
sean ideologías: es mucho menos y mucho más. Son instrumentos efectivos de
formación y de acumulación del saber, métodos de observación, técnicas de
registro, procedimientos de indagación y de pesquisa, aparatos de verificación.
Esto quiere decir que el poder, cuando se ejerce a través de estos mecanismos
sutiles, no puede hacerlo sin formar, sin organizar y poner en circulación un
saber, o mejor, unos aparatos de saber que no son construcciones ideológicas.
Podría decir, para resumir estas
cinco precauciones de método, que, en lugar de dirigir la investigación sobre
el poder al edificio jurídico de la soberanía, a los aparatos de Estado y a las
ideologías que conllevan, se la debe orientar hacia la dominación, hacia los
operadores materiales, las formas de sometimiento, las conexiones y
utilizaciones de los sistemas locales de dicho sometimiento, hacia los
dispositivos de estrategia. Hay que estudiar el poder desde fuera del modelo
de Leviatan, desde fuera del campo delimitado por la soberanía jurídica y
por las instituciones estatales. Se trata de estudiarlo partiendo de las
técnicas y de las tácticas de dominación.
Esta es, en esquema, la línea
metodológica que creo debe seguirse y que he intentado seguir en las diferentes
búsquedas que hicimos en años precedentes en relación al poder psiquiátrico, a
la sexualidad infantil, a los sistemas políticos, etc.
, pues, estos dominios y teniendo
estas precauciones de método, creo que aparecerá un hecho histórico compacto
que nos introducirá por fin en las cuestiones de las que querría hablaros este
año.
Este hecho histórico global es la
teoría jurídico-política de la soberanía de la que os hablaba antes, la cual ha
jugado cuatro papeles. En primer lugar, se ha referido a un mecanismo de poder
efectivo que era el de la monarquía feudal. En segundo lugar, ha servido de
instrumento y de justificación para la construcción de las grandes monarquías
administrativas.
En otro momento, a partir del
siglo XVI y sobre todo del XVII, ya en el momento de las guerras de religión,
la teoría de la soberanía ha sido un arma que ha circulado de un campo al otro,
que ha sido utilizada en un sentido o en el otro, ya sea para limitar, ya sea
por el contrario para reforzar el poder real: la encontramos entre los
católicos monárquicos y entre los protestantes antimonárquicos, entre los
protestantes monárquicos y más o menos liberales, entre los católicos
partidarios del regicidio o del cambio de dinastía; funciona en manos de los
aristócratas y de los parlamentarios, entre los representantes del poder real y
en los últimos feudatarios. En pocas palabras, ha sido el gran instrumento de
la lucha política y teórica en torno a los sistemas de poder de los siglos XVI
y XVII. Por fin, en el siglo XVIII, sigue siendo esta teoría de la soberanía,
reactivada por el Derecho Romano, la que encontramos en general en Rousseau y
en sus contemporáneos, ahora jugando una cuarta función: se trata de construir
en contra de las monarquías administrativas, autoritarias y absolutas, un
modelo alternativo, el de las democracias parlamentarias.
Y es todavía este papel el que
juega en el momento de la Revolución.
Pues bien, si seguimos estos
cuatro papeles, nos damos cuenta de una cosa: de que mientras duró la sociedad
de tipo feudal, los problemas a los que se refería la teoría de la soberanía
cubrían efectivamente la mecánica general del poder, el modo en que se ejercía
hasta los niveles más bajos a partir de los más altos. Es decir, la relación de
soberanía, entendida de modo amplio o restringido, recubría la totalidad del
cuerpo social.
Efectivamente, el modo de
ejercitarse el poder podía ser transcrito, al menos en lo esencial, en términos
de relación soberano-súbdito. Pero en los siglos XVII-XVIII se produjo un
fenómeno importante, la aparición, mejor la invención de una nueva mecánica de
poder que posee procedimientos muy singulares, instrumentos del todo nuevos,
aparatos muy distintos y que es, creo, absolutamente incompatible con las
relaciones de soberanía.
Esta nueva mecánica de poder se
apoya más sobre los cuerpos y sobre lo que éstos hacen que sobre la tierra y
sus productos. Es una mecánica de poder que permite extraer de los cuerpos
tiempo y trabajo más que bienes y riqueza. Es un tipo de poder que se ejerce
incesantemente a través de la vigilancia y no de una forma discontinua por
medio de sistemas de impuestos y de obligaciones distribuidas en el tiempo;
supone más una cuadriculación compacta de coacciones materiales que la
existencia física de un soberano; y en fin, se apoya en el principio según el
cual una verdadera y específica nueva economía del poder tiene que lograr hacer
crecer constantemente las fuerzas sometidas y la fuerza y la eficacia de quien
las somete.
Este tipo de poder se opone, punto
por punto, a la mecánica de poder descrita o que intentaba describir la teoría
de la soberanía. La teoría de la soberanía está ligada a una forma de poder que
se ejerce sobre la tierra y sus productos mucho más que sobre los cuerpos y
sobre lo que éstos hacen. Se refiere al desplazamiento y a la apropiación por
parte del poder no del tiempo ni del trabajo, sino de los bienes y de las
riquezas. Permite transcribir en términos jurídicos obligaciones discontinuas y
distribuidas en el tiempo; no permite codificar una vigilancia continua;
permite fundar el poder en torno a la existencia física del soberano, no a
partir de los sistemas continuos y permanentes de control. La teoría de la
soberanía permite fundar un poder absoluto en el dispendio absoluto del poder,
no permite por el contrario calcular el poder con un mínimo de dispendio y un
máximo de eficacia, Este nuevo tipo de poder que no puede ya transcribirse en
los términos de la soberanía es, creo, una de las grandes invenciones de la
sociedad burguesa. Ha sido un instrumento fundamental en la constitución del
capitalismo industrial y del tipo de sociedad que le es correlativa; este poder
no soberano, extraño a la forma de la soberanía es el poder disciplinario. El
poder disciplinario, indescriptible en términos de la teoría de la soberanía,
radicalmente heterogéneo, tendría que haber conducido normalmente a la
desaparición del gran edificio jurídico de dicha teoría.
Pero en realidad, la teoría de la
soberanía ha continuado no sólo existiendo como una ideología del derecho, sino
organizando los códigos jurídicos que aparecen
en la Europa del siglo XIX a partir de los códigos napoleónicos.
¿Por qué ha persistido la teoría
de la soberanía como ideología y como principio organizador de los grandes
códigos jurídicos? Creo que las razones pueden ser dos. Por una parte, ha sido,
en el siglo XVIII y todavía en el XIX, un instrumento crítico permanente contra
la monarquía y contra los obstáculos que podían oponerse al desarrollo de la
sociedad disciplinaria. Pero, por otra parte, la teoría de la soberanía y la
organización de un código jurídico centrado en ella permitieron sobreponer a
los mecanismos de disciplina un sistema de derecho que ocultaba los
procedimientos y lo que podía haber de técnica de dominación, y garantizaba a
cada cual, a través de la soberanía del Estado, el ejercicio de sus propios
derechos soberanos. Los sistemas jurídicos, ya se trate de las teorías o de los
códigos, han permitido una democratización de la soberanía con la constitución
de un derecho político articulado sobre la soberanía colectiva, en el momento
mismo en que esta democratización de la soberanía se fijaba en profundidad
mediante los mecanismos de la coacción disciplinaria.
Las disciplinas son portadoras de
un discurso, pero éste no puede ser el del derecho; el discurso de las
disciplinas es extraño al de la ley, al de la regla efecto de la voluntad
soberana. Las disciplinas conllevarán un discurso que será el de la regla, no
el de la regla jurídica derivada de la soberanía, sino el de la regla natural,
es decir, el de la norma. Definirán un código que no será el de la ley sino el
de la normalización, se referirán a un horizonte teórico que no serán las
construcciones del derecho, sino el campo de las ciencias humanas, y su
jurisprudencia será la de un saber clínico.
En suma, lo que he querido
mostrar, en el transcurso de estos últimos años, no es cómo sobre el frente de
avanzadilla de las ciencias exactas se ha ido poco a poco anexionando a la
ciencia el dominio incierto, difícil, embrollado del comportamiento humano: no
es a través de un progreso de racionalidad de las ciencias exactas como se han
constituido gradualmente las ciencias humanas. Creo que el proceso que ha hecho
fundamentalmente posible el discurso de las ciencias humanas es la
yuxtaposición, el choque de dos líneas, de dos mecanismos y de dos tipos de
discurso absolutamente heterogéneos: por un lado la organización del derecho en
torno a la soberanía y por otro la mecánica de las sujeciones ejercidas por las
disciplinas. Y que en nuestros días el poder se ejerza a través de este derecho
y de estas técnicas, que estas técnicas y estos discursos invadan el derecho,
que los procedimientos de normalización colonicen cada día más a los de la ley,
todo esto, creo, puede explicar el funcionamiento global de lo que querría
llamar sociedad de normalización. Más en detalle, quiero decir que las
normalizaciones disciplinarias van a chocar siempre, cada vez más, con los
sistemas jurídicos de la soberanía: cada día aparece más netamente la
incompatibilidad de las unas con los otros, es más necesario una especie de
discurso arbitrador, un tipo de saber y poder que la sacralización científica
volvería neutro. Es verdaderamente en la extensión de la medicina donde vemos,
de algún modo, no quiero decir combinarse, sino chocar, o entrechocar,
perpetuamente la mecánica de las disciplinas y el Michel
Foucault principio del derecho. Los avances de la medicina, la medica-lización
general del comportamiento, de las conductas, de los discursos, de los deseos,
etc., tienen lugar en el frente en el que se encuentran los dos planos heterogéneos
de la disciplina y de la soberanía. Por esto, contra las usurpaciones de la
mecánica disciplinaria, contra la exaltación de un poder ligado al saber
científico, nos encontramos hoy en una situación en la que el único recurso
aparentemente sólido es precisamente el recurso de la vuelta a un derecho
organizado alrededor de la soberanía y articulado sobre este viejo principio.
Cuando se quiere objetar algo en contra de las disciplinas y todos los efectos
de poder y de saber qué implican, ¿qué se hace concretamente en la vida, qué
hacen los sindicatos, la magistratura y otras instituciones si no es
precisamente invocar este derecho, este famoso derecho formal, llamado burgués,
y qué en realidad es el derecho de la soberanía? Más aún, creo que nos encontramos
en una especie de callejón sin salida: no es recurriendo a la soberanía en
contra de las disciplinas como se podrán limitar los efectos del poder
disciplinario, porque soberanía y disciplina, derecho de soberanía y mecanismos
disciplinarios son las dos caras constitutivas de los mecanismos generales del
poder en nuestra sociedad.
A decir verdad, para luchar contra
las disciplinas en la búsqueda de un poder no disciplinario, no se tendría que
volver al viejo derecho de la soberanía, sino ir hacia un nuevo derecho que
sería antidisciplinario al mismo tiempo que liberado del principio de la
soberanía. Y aquí encontramos la noción de represión que pienso presenta un
doble inconveniente en el uso que se hace de ella: referirse oscuramente a una
cierta teoría de la soberanía que sería la de los soberanos derechos del
individuo, y además, poner en juego, cuando se la utiliza, un sistema de
relaciones psicológicas tomado en préstamo de las ciencias humanas, es decir,
de los discursos y de las prácticas que pertenecen al dominio disciplinar. Creo
que la noción de represión,es todavía una noción jurídico-disciplinar sea cual
sea el sentido crítico que se le quiera dar. Y en esta medida, la utilización
como llave crítica de la noción de represión se halla viciada, inutilizada
desde el principio dada la doble relación jurídica y disciplinar que implica
respecto a la soberanía y a la normalización.