. Settembrini dijo con aire digno: —Usted perjudica a nuestro anfitrión haciendo gala de tanto ingenio y le expresa muy mal su agradecimiento por este exquisito pastel. Pero, ¿acaso sabe qué es el agradecimiento? Yo entiendo que el agradecimiento consiste en hacer
buen uso de los regalos que se reciben… Como Hans Castorp se ruborizó, el italiano añadió con conciliadora amabilidad: —Ya sabemos que es usted un bromista, ingeniero. Su manera de burlarse gentilmente del bien me da la clara sensación de que lo ama. Sabe perfectamente que la sublevación del espíritu contra lo natural sólo puede considerarse honrosa cuando persigue la dignidad y la belleza del hombre; no cuando trae consigo su deshonra y su humillación, aunque sea de forma inintencionada. Como también sabrá de las atrocidades inhumanas y de la feroz intolerancia que caracterizaron a la época de que procede el artefacto ése que tengo a mis espaldas. Piense simplemente en la figura del inquisidor, en un personaje tan sanguinario como, por ejemplo, un Konrad von Marburg, y en su infame odio clerical contra todo cuanto se opusiera al imperio de lo sobrenatural. Estará usted muy lejos de considerar la espada y la hoguera como instrumentos del amor al prójimo. —Y, en cambio —replicó Naphta—, fue el amor al prójimo lo que puso en marcha la maquinaria con la cual la Convención Nacional limpió el mundo de «malos ciudadanos». Todos los castigos de la Iglesia, incluso la hoguera, incluso la excomunión, fueron impuestos para salvar el alma de condenarse eternamente, cosa que no puede decirse de la furia destructora de los jacobinos. Me permito subrayar que toda justicia inquisitorial y de sangre que no sea fruto de la fe en un más allá es una bestialidad sin sentido. Y, en cuanto a la pérdida de la dignidad humana, su historia coincide exactamente con la del espíritu burgués. Todo lo que enseñaron el Renacimiento y la Ilustración, así como las ciencias naturales y las doctrinas económicas del siglo diecinueve, pero absolutamente todo, ha contribuido de alguna manera a esta pérdida, comenzando por la nueva astronomía, que hace de lo que fuera el centro del universo (del ilustre escenario en el que Dios y Satanás se disputaron el ansiado poder sobre las criaturas) un planeta cualquiera, pequeño e insignificante, y que con ello pone fin, provisionalmente, a la grandiosa visión del hombre como centro del universo; visión en la cual, por otra parte, se basaba la astrología. —¿Provisionalmente? La propia expresión de Settembrini al hacer esta pregunta recordaba a la de un inquisidor que espera que el acusado diga algo comprometedor que permita condenarle definitivamente. —Sin duda alguna. Durante unos cuantos siglos —confirmó fríamente Naphta —. Si los signos no nos engañan, también el valor de la escolástica será restituido; el proceso ya está en marcha. Ptolomeo habrá de triunfar sobre Copérnico. La tesis heliocentrista encuentra cada vez mayor resistencia del espíritu y es muy posible que sus efectos terminen conduciendo a esa meta. La filosofía obligará a la ciencia a devolver a la Tierra al lugar de honor en el que la colocaba el dogma
religioso. —¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Resistencia del espíritu? ¿Obligada por la filosofía? ¿De qué meta me habla? ¿Qué clase de voluntarismo se expresa en sus palabras? ¿Dónde queda la investigación sin prejuicios? ¿Y el conocimiento puro? ¿Dónde queda, señor mío, la verdad, que está tan íntimamente ligada a la libertad y a sus mártires, a quienes usted pretende convertir en ofensores de la Tierra, cuando en realidad contribuyen a su eterna gloria? Settembrini tenía una manera muy enérgica de preguntar. Estaba sentado muy erguido y parecía que sus palabras de hombre de honor caían como truenos sobre el pequeño Naphta; al final, elevaba tanto la voz que se adivinaba lo seguro que estaba de la respuesta de su adversario, que no podía ser sino un avergonzado silencio. Había estado sosteniendo entre los dedos un pedazo de pastel mientras hablaba, pero luego lo dejó sobre el plato, pues, tras plantear esas preguntas, no quiso comérselo. Naphta contestó con una calma inquietante: —Querido amigo, el conocimiento puro no existe. La legitimidad de la teoría del conocimiento de la Iglesia, que puede resumirse con las palabras de san Agustín «Creo para poder conocer», es absolutamente indiscutible. La fe es el órgano del conocimiento, el intelecto es secundario. Su ciencia sin prejuicios es un mito. Siempre hay una fe, una concepción del mundo, una idea; en resumen: siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla. Siempre y en todos los casos se acaba llegando al quod erat demostrandum. De hecho, el mero concepto de «demostración» encierra un fuerte componente voluntarista desde el punto de vista psicológico. Los grandes escolásticos de los siglos doce y trece estaban de acuerdo en su convicción de que, en filosofía, nada puede ser verdadero si es falso ante la teología. Dejemos de lado la teología, si lo prefiere. Ahora bien, una humanidad que no reconociera que no puede ser verdadero en la ciencia natural lo que es falso a los ojos del filósofo no sería una humanidad. Los argumentos del Santo Oficio contra Galileo se reducían a que sus principios eran filosóficamente absurdos. No puede haber argumentación más rotunda. —¡Eh, eh, un momento!, los argumentos de nuestro pobre gran Galileo han demostrado ser más que convincentes. ¡No; hablemos seriamente, professore! Conteste, delante de estos dos jóvenes tan atentos, a la siguiente pregunta: ¿Cree en una verdad objetiva, en la verdad científica que la ley más alta de toda moral nos impone buscar y cuyos triunfos sobre la autoridad constituyen la gloriosa historia del espíritu humano? Hans Castorp y Joachim se volvieron hacia Naphta, el primero más deprisa que el segundo. Naphta contestó: —Tal triunfo no es posible, pues la autoridad es el hombre mismo: su interés, su dignidad, su felicidad… y entre esta autoridad y la verdad no puede haber
conflicto. Se solapan. —Según eso, la verdad será… —Es verdadero lo que es beneficioso para el hombre. En el hombre está comprendida la naturaleza entera, sólo él fue creado auténticamente en toda la naturaleza, y toda la naturaleza fue creada sólo para él. El hombre es la medida de todas las cosas y su felicidad es el criterio de la verdad. Un conocimiento teórico que careciese de referencia práctica a la idea de felicidad del hombre estaría tan sumamente desprovisto de interés que no se le podría conceder el valor de ser verdadero y tendría que ser rechazado. Durante los siglos de hegemonía del cristianismo primó indiscutidamente la idea de que las ciencias naturales no tenían relevancia alguna para el hombre. Lactancio, a quien Constantino el Grande escogió como preceptor de sus hijos, preguntó abiertamente qué felicidad le garantizaría a él el hecho de saber dónde están las fuentes del Nilo o de conocer las conjeturas que los físicos hacían sobre el cielo. ¡Respóndale usted a eso! Si la filosofía platónica se ha preferido a cualquier otra es porque no tenía por objeto el conocimiento de la naturaleza, sino el conocimiento de Dios. Puedo asegurarle que la humanidad va en camino de volver a ese punto de vista y darse cuenta de que la misión de la verdadera ciencia no es perseguir descubrimientos inútiles, sino eliminar de base lo que resulta perjudicial o sencillamente insignificante para la idea, en una palabra: dar pruebas de instinto, mesura y buen criterio. Es pueril creer que la Iglesia ha querido defender las tinieblas frente a la luz. La Iglesia ha hecho muy bien en condenar un afán de conocimiento de las cosas «sin prejuicios», es decir: un conocimiento que prescinde de las referencias a lo espiritual y del objetivo de alcanzar la felicidad; y lo que ha sumido y sume al hombre en las tinieblas es, por el contrario, esa ciencia natural «sin prejuicios» y apartada de la filosofía. —Basta con trasladar ese pragmatismo que enseña usted al terreno político — replicó Settembrini—, para ver con toda claridad lo pernicioso que es. De acuerdo, es bueno, verdadero y justo lo que es beneficioso para el Estado. Su felicidad, su dignidad, su poder… ése es su criterio moral. ¡Estupendo! Esto abre la puerta a todos los crímenes; en cambio, la verdad humana, la justicia individual y la democracia… ¡Quién sabe dónde quedan! —Le invito a que piense con un poco de lógica —contestó Naphta—. Puede ser que Ptolomeo y la escolástica tengan razón, y que el mundo sea finito en cuanto al espacio y al tiempo. De ser así, la divinidad es trascendente, la oposición entre Dios y el mundo se mantiene, y, por lo tanto, también el hombre es un ser dual. El problema de su alma consistiría en el conflicto entre lo físico y lo metafísico, y todo lo social quedaría en un plano muy secundario. Ésta es la única forma de individualismo que me parece sostenible. O, por otro lado, puede ser que sus astrónomos renacentistas encontraran la verdad y que el universo sea infinito. En este caso, no hay ningún mundo suprasensible, no hay dualismo
alguno. El más allá estaría integrado en el mundo real; la oposición entre Dios y la naturaleza se disolvería y, entonces, la individualidad humana dejaría de ser el lugar donde se enfrentan dos principios opuestos para convertirse en una unidad armoniosa. Por consiguiente, el conflicto interior del hombre tan sólo consistiría en el conflicto entre los intereses del individuo y los de la colectividad, lo que dictaría la ley moral sería el criterio de utilidad para el Estado, una idea enteramente pagana. Una cosa o la otra. —¡Protesto! —exclamó Settembrini, estirando el brazo para tender la taza de té a su anfitrión—. Protesto contra esa insinuación de que el Estado moderno implica una especie de subyugación demoníaca del individuo. Protesto por tercera vez contra esa insultante disyuntiva entre el espíritu prusiano y la reacción gótica ante la cual pretende usted ponernos. La democracia no tiene otro sentido que el de consolidar un correctivo individualista frente a cualquier forma de absolutismo del Estado. La verdad y la justicia son las joyas de la corona de la moral individual y, en caso de conflicto con los intereses del Estado, incluso pueden adquirir la apariencia de fuerzas hostiles a él cuando, en realidad, persiguen algo más alto… ¡Digámoslo de una vez! El bien supraterrenal del Estado. ¡Decir que el Renacimiento es el origen de la idolatría del Estado! ¡Menuda lógica de tres al cuarto! Las conquistas, y mire que utilizo esta palabra en su sentido etimológico, las grandes conquistas del Renacimiento y la Ilustración, señor mío, se llaman individualidad, derechos humanos, libertad. Los oyentes respiraron aliviados, pues habían contenido el aliento durante la gran réplica de Settembrini. Hans Castorp no pudo contenerse y dio un golpe con la mano sobre la mesa, aunque procuró hacerlo con disimulo. «¡Extraordinario!», dijo para sus adentros; y también Joachim se mostró muy satisfecho, a pesar de que el espíritu prusiano no hubiese salido muy bien parado. Los dos se volvieron hacia el contrincante que acababa de ser vencido, y Hans Castorp estaba tan impaciente que apoyó el codo en la mesa y la barbilla en el puño —igual que ante aquel reto de antaño de dibujar cerditos con los ojos cerrados— para mirar a Naphta a la cara desde muy cerca. Éste permanecía callado y alerta, con las delgadas manos apoyadas en las rodillas. Un momento después, dijo: —Intentaba introducir un poco de lógica en nuestra conversación y usted me responde con grandes términos. Claro que sabía que el Renacimiento dio a luz a lo que llamamos liberalismo, individualismo y humanismo burgués. Pero sus «sentidos etimológicos», eso me deja indiferente, pues la heroica edad de las conquistas, de sus ideales, ha quedado atrás hace mucho tiempo; esos ideales están muertos o, cuando menos, agonizantes, y los que han de darles el golpe de gracia ya están a las puertas. Usted se define, si no me equivoco, como un revolucionario. Pero si cree que el resultado de las revoluciones futuras será la libertad, se equivoca. El principio de la libertad ya se ha hecho realidad y se ha
superado a lo largo de quinientos años. Una pedagogía que, aún en nuestros días, se considere hija de la Ilustración y fundamente sus recursos educativos en la crítica, la liberación y el culto al «yo», o en la eliminación de determinadas formas de vida que obedecen a criterios absolutos, una pedagogía semejante tal vez logre ciertos éxitos retóricos momentáneos, pero su carácter atrasado, obsoleto, es patente al entendido por encima de todo. Todas las instituciones educativas verdaderamente eficaces han sabido desde siempre lo que en realidad importa en la pedagogía: autoridad absoluta, disciplina de hierro, sacrificio, negación del «Yo» y violación de la individualidad. En último término, es muestra de un profundo desconocimiento de la juventud el creer que siente placer en la libertad. El placer más profundo de la juventud es la obediencia. Joachim se puso firme. Hans Castorp se ruborizó. El señor Settembrini, inquieto, se retorcía los hermosos bigotes. —No —prosiguió Naphta—, no son la liberación y expansión del yo lo que constituye el secreto y la exigencia de nuestro tiempo. Lo que necesita, lo que está pidiendo, lo que tendrá es… el terror. Había pronunciado esta última palabra más bajo que las anteriores, sin mover un solo músculo; únicamente los cristales de sus gafas habían lanzado un fugaz destello. Sus tres oyentes se estremecieron, hasta Settembrini, que inmediatamente volvió a recuperar la compostura sonriendo. —¿Y se me permite saber —preguntó— quién o qué, según usted…?, ya ve que esto es una verdadera interrogante para mí, ni siquiera sé cómo he de preguntar… ¿quién o qué supone usted que encarnará ese… repito la palabra muy a mi pesar… terror? Naphta permanecía callado, a la expectativa, con los ojos brillantes. Dijo entonces: —Estoy a su disposición. No creo equivocarme al suponer que estamos de acuerdo en admitir un estado original e ideal de la humanidad, un estado sin organización social y sin violencia, un estado de unión directa de la criatura con Dios en el que no existían el poder ni la servidumbre, no existían la ley ni el castigo, ni la injusticia, ni la unión carnal, ni la diferencia de clases, ni el trabajo ni la propiedad; tan sólo la igualdad, la fraternidad y la perfección moral. —Muy bien. Estoy de acuerdo —declaró Settembrini—. Estoy de acuerdo excepto en el punto de la unión carnal que, con toda evidencia, tuvo que producirse en algún momento, puesto que el hombre es un ser vertebrado altamente desarrollado y no es diferente de otros seres… —Como quiera. Me limito a constatar que estamos básicamente de acuerdo en lo que se refiere a ese estado original y paradisíaco en que la humanidad vivió sin necesidad de justicia y en unión directa con Dios, estado que el pecado original comprometió. Creo que todavía podemos ir juntos un trecho más si entendemos el origen del Estado como un contrato social cerrado que, en
respuesta a ese pecado, se establece para guardar al hombre de la injusticia, y si vemos también ahí el origen del poder soberano. —Benissimo —exclamó Settembrini—. El contrato social… Eso es la Ilustración, Rousseau. No hubiera creído que… —Permítame. Aquí se separan nuestros caminos. El hecho de que, originariamente, la totalidad del poder y la soberanía se encontrasen en manos del pueblo y de que éste transfiriese al Estado, al príncipe, su derecho a establecer y a hacer cumplir unas leyes, así como todo su poder, dio pie a la escuela que usted tanto defiende sobre todo, el derecho revolucionario del pueblo frente a la realeza. Nosotros, por el contrario… «¿Nosotros? —se preguntó Hans Castorp intrigado—. ¿Quiénes somos “nosotros”? Más tarde he de preguntar a Settembrini a quién se refiere Naphta con la expresión “nosotros”». —En cuanto a nosotros —continuó Naphta—, tal vez no menos revolucionarios que ustedes, hemos optado, desde siempre, por defender, en primera instancia, la supremacía de la Iglesia sobre el Estado. Pues, si el Estado no llevase escrito en la frente que no es divino sino humano, bastaría con referirse a ese mismo hecho histórico de que está cimentado en la voluntad del pueblo y no en el mandato divino, como es el caso de la Iglesia, para demostrar que, si no es directamente un producto del mal, al menos sí lo es de la miseria y de las carencias que trae consigo el pecado. —El Estado, señor mío… —Ya sé lo que piensa del Estado nacional. «El amor a la patria y la infinita sed de gloria pasan por encima de todo». Ya lo dijo Virgilio. Usted lo rectifica un poco añadiéndole un matiz de individualismo liberal, la esencia de su relación con el Estado sigue siendo la misma en todo. No parece haberle afectado en nada la idea de que el alma de ese Estado sea el dinero. ¿O pretende discutírmelo? La Antigüedad era capitalista porque creía en el Estado. La Edad Media cristiana reconoció perfectamente el capitalismo inmanente al Estado laico. «El dinero será emperador» es una profecía del siglo once. ¿Niega usted que esto se haya hecho realidad literalmente y que, con ello, la vida se haya convertido en algo demoníaco sin remisión? —Querido amigo, usted tiene la palabra. Estoy impaciente porque nos revele de una vez quién será el gran desconocido que encarnará el terror. —Curiosidad más bien temeraria para el portavoz de una clase social que representa una forma de libertad que ha llevado el mundo a la decadencia. Puede usted ahorrarse la réplica, pues conozco bien la ideología política de la burguesía. Su objetivo es el imperio democrático, la elevación del principio del Estado nacional hasta un nivel universal: el Estado universal. ¿Y quién será el emperador de ese imperio? Ya lo conocemos. Su utopía es espantosa y, sin embargo, en este punto estamos de acuerdo, ya que, de algún modo, su república
universal capitalista es trascendente, su Estado universal viene a ser la trascendencia del Estado laico; y estamos de acuerdo al creer que a un estado original perfecto de la humanidad le corresponde un estado final perfecto en el horizonte. Desde los días de san Gregorio Magno, fundador del Estado de Dios, la Iglesia ha considerado su deber conducir de nuevo al hombre a esa soberanía de Dios. El Papa no quiso hacerse con el poder para él mismo, sino que su dictadura, en calidad de representante de Dios en la tierra, no era más que el medio y el camino para alcanzar la salvación final, una forma de transición entre Estado pagano y el reino de los Cielos. Usted ha hablado a esos jóvenes de ciertas atrocidades cometidas por la Iglesia, de su intolerancia y sus terribles castigos, y ahí no ha estado nada acertado, pues es obvio que el fervor religioso bien entendido nunca puede ser pacifista; y fue el papa Gregorio quien dijo: «Maldito sea el hombre que contenga su espada ante la sangre». Ya sabemos que el poder es malo. Pero, para que ese reino llegue, la dicotomía entre el bien y el mal, entre el más allá y el mundo en que vivimos, entre el espíritu y el poder, debe ser eliminada temporalmente en un principio que reúna el ascetismo y el poder. Eso es lo que yo llamo la necesidad del terror. —Pero ¿quién lo encarnará? ¿Quién será? —¿Me lo pregunta? ¿Acaso escapa a su escuela de Manchester la existencia de una doctrina social que signifique la victoria del hombre sobre el economismo y cuyos principios y objetivos coincidan exactamente con los del reino cristiano de Dios? Los padres de la Iglesia califican «mío» y «tuyo» de palabras funestas, y la propiedad privada de usurpación y robo. Han condenado la propiedad porque, según el derecho natural y divino, la tierra pertenece a todos los hombres y, por consiguiente, produce sus frutos para beneficio general de todos. Han enseñado que sólo la codicia, fruto del pecado original, invoca los derechos de posesión y ha creado la propiedad privada. Han sido lo bastante humanos y enemigos del mercantilismo para considerar la actividad económica en general como un peligro para la salvación del alma, es decir: para la humanidad. Han odiado el dinero y los negocios monetarios y han dicho de la riqueza capitalista que alimenta las llamas del infierno. El principio fundamental de la doctrina económica, a saber, que el precio es el resultado del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido profundamente despreciado por ellos, como también han condenado el hecho de aprovecharse de la coyuntura para explotar con cinismo la miseria del prójimo. Y aún hay una forma de explotación más criminal a sus ojos: la explotación del tiempo, ese delito que consiste en cobrar una prima por el mero transcurso del tiempo, es decir: los intereses, y abusar así, para ventaja de unos y a costa de otros, de una institución divina y universal para todos como es el tiempo. —Benissimo —exclamó Hans Castorp que, en su entusiasmo, adoptó directamente la expresión de aprobación de Settembrini—. El tiempo… una
institución divina y universal… ¡Qué pensamiento tan crucial! —En efecto —continuó Naphta—. El espíritu de esos hombres considera repugnante la idea de un aumento automático del dinero, han calificado de usura todos los negocios relacionados con la especulación o los intereses del capital y han declarado que todo rico era o bien un ladrón o el heredero de un ladrón. Han ido aún más lejos. Han llegado a sostener, como santo Tomás de Aquino, que el comercio en general, el mero negocio, o sea: la compra y la venta que proporciona un beneficio sin transformación ni mejora alguna del objeto de tales operaciones, es un oficio vergonzante. No se inclinaban a valorar el trabajo como tal, pues no es más que un asunto ético y no religioso, y se realiza en servicio de la vida y no en servicio de Dios. Así pues, en cuestiones que únicamente afectaban a la vida y a la economía, exigían que una actividad productiva fuese entendida como condición de toda ventaja económica y la medida de la honorabilidad. Eran honrosas a sus ojos las labores del campesino y del artesano, pero no la actividad del comerciante ni del industrial, pues querían que la producción se adaptase siempre a las necesidades y sentían horror por la producción a gran escala. Todos esos principios y esa escala de valores económicos han resucitado, después de siglos de marginación, en el moderno movimiento del comunismo. Coinciden por completo, hasta en la concepción de la soberanía, que reivindica el trabajo internacional frente al imperio del comercio y la especulación internacionales: el proletariado mundial, que ahora opone la humanidad y los criterios del Estado de Dios a la degeneración burguesa y al capitalismo. La dictadura del proletariado, esa condición de la salvación política y económica de nuestro tiempo, no tiene el sentido de una soberanía por la soberanía misma y de validez eterna, sino el de una solución provisional del conflicto entre el espíritu y el poder bajo el signo de la cruz, el sentido de una superación del mundo terrenal a través del poder sobre el mundo, el sentido de una transición, de la trascendencia, el sentido del reino de Dios. El proletariado ha hecho suya la doctrina de san Gregorio Magno, en él se ha renovado su fervor religioso y, como también dijera el santo, no podrá apartar sus manos de la sangre. Su misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida en Dios sin Estado ni clases sociales. Tal fue el radical discurso de Naphta. El grupo permaneció en silencio. Los jóvenes miraron a Settembrini. Era él quien debía reaccionar. Y dijo: —¡Sorprendente! Ciertamente debo admitir que estoy conmocionado, no esperaba nada parecido. Roma locuta. ¡De qué manera! ¡Y de qué manera se ha expresado! Aquí mismo, ante nuestros ojos, acaba de dar un salto mortal hierático, si me permiten la expresión, y si ven una contradicción en este epíteto, es obvio que también queda «provisionalmente resuelta».
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